Los guerrilleros de sofá en el poder
O la izquierda revolucionaria mexicana y el fusil que nunca empuñó
He dicho que buena parte de la izquierda que gravitó alrededor del no-izquierdista (sí populista, sí demagogo, sí narcisista, sí delirante, pero no defensor de una ideología de izquierda) Andrés Manuel López Obrador y su demagógico partido Morena es la izquierda "revolucionaria" de los años 60, destilada y añejada en la amargura de lo que nunca fue, nostálgica de la épica que jamás vivió.
Permítame tratar de sustentar esta hipótesis.
En los años 60 y en delante se formó en México, en las universidades y preparatorias, a grandes cantidades de militantes de izquierda. Esto sería bueno si se desarrollaran en los ideales de la igualdad, la libertad, la justicia, la solidaridad y la honesta administración de los bienes comunes, sin duda alguna. Pero su versión de la izquierda era ante todo marxista-leninista, y fuertemente influida por la revolución cubana. Esos izquierdistas, generalmente de clase media para arriba, visitaron con frecuencia la isla de Fidel Castro, asumieron como verdad la propaganda que con gran eficacia generaba el Partido Comunista Cubano asesorado por los soviéticos que por entonces y hasta 1989 pagaban las facturas de las muchas ocurrencias de Castro (puede usted ver mi reseña de algunas de esas ocurrencias delirantes aquí).
Se creía cuanto se decía de Cuba en parte porque era cierto en los primeros años, en parte porque estaba bien contado y en parte porque justificaba, por supuesto, la lucha armada. Añada usted la cuestión emocional de que la revolución cubana salió de Veracruz en el yate Granma con Fidel, Raúl y el Che, y tiene un preparado potente donde el legítimo idealismo provoca la ceguera a cualquier problema, defecto o crimen. Por otro lado, el antiyanquismo (que en México adquiere una dimensión singular por la pérdida de la mitad del territorio que tenía el país en la guerra depredadora de Estados Unidos de 1847-48) necesitaba un polo de apoyo y éste era la Unión Soviética, cuyos demás mitos fueron ampliamente asumidos como propios en México ya desde 1917.
Esto, entre otras cuestiones de menor calado, formaba el caldo de cultivo de la izquierda caviar mexicana. Le gustaba la idea de la lucha armada, pero tampoco se comprometía en números significativos con las guerrillas mexicanas (que eran generalmente cosa de pobres como Lucio Cabañas o Genaro Vázquez Rojas o el “Güero” Medrano que ni era rubio en realidad). Algunos daban el paso, que lo diga el Comandante Marcos, pero la mayoría prefería formar agrupaciones de solidaridad con guerrilleros extranjeros, como los sandinistas. La lucha armada que imaginaban era finalmente una fantasía hollywoodense, nada que ver con el sudor, la suciedad, el miedo, el hambre, el riesgo de llevarse un tiro y todas las partes menos glamurosas de eso de “hacer la revolución”.
Pasé por alguna reunión del Comité Mexicano de Solidaridad con el Pueblo Nicaragüense, es decir, con la sucursal del sandinismo en México durante la lucha contra la dictadura de Somoza. Recuerdo haber preguntado a algunos de los comandantes cómodamente refugiados en México mientras las infanterías populares se ocupaban de la tarea de matar o ser muertos por las fuerzas del tirano, si militarmente no era más razonable una operación comando de varias células que acabara en un día con los máximos dirigentes somocistas, incluido el propio Anastasio, no sé -porque de guerra sé poco- si usando bazookas o bombas o disparos como cuando la resistencia checa mató a Heydrich, en lugar de mandar a la guerra a muchachitos que muchas veces se hacían sandinistas sólo porque la opción era que las fuerzas de Somoza los mataran para evitar que se hicieran sandinistas, paradoja siniestra, y que peleaban contra otros muchachitos que estaban en el ejército de Somoza muchas veces para evitar que los mataran temiendo que se hicieran sandinistas, contraparadoja escalofriante. Los comandantes presentes me miraron con una mezcla de condescendencia e inquietud pero no pudieron explicar por qué seguir con una guerra donde los que mataban y morían eran aquellos a los que se pretendía salvar. Pero yo no sabía nada de la revolución, claro.
Porque, eso sí, te lo decían en la escuela y en las reuniones de vecinos organizados por cualquier reivindicación absolutamente legítima, en la universidad y en el sindicato, en los medios marginales y en el café en Coyoacán: la revolución era inevitable. Ya venía. Se le oía llegar. Estaba a la vuelta de la esquina. Y sería una revolución luminosa que encumbraría al proletariado y traería la justicia por milagro, y todo sería como en una versión stalinista de Mi Pequeño Pony.
Eso esperaban mientras expresaban su admiración por Sandino, por De la Puente Ucada, por Firmenich, por el Che muchas veces, por Malcolm X, por Arafat, por Baader y Meinhof, por los que sí soltaban tiros o invitaban a ello. No tardaba en venir el Che mexicano a desfacer entuertos. La Unión Soviética era el paraíso de los trabajadores, era la Arcadia perdida, todos eran felices y se vivía en una abundancia generosa mientras que todas las noticias de atrocidades, represión, gulags, espionaje interno, venganzas, pobreza, grisura y sumisión obligada a un partido burocrático, brutal y tiránico no eran sino propaganda de Estados Unidos que nunca debió tenerse en cuenta.
(Tengo que anotar aquí a alguno, gran defensor del bloque soviético como anuncio de las maravillas que nos traería el marxismo-leninismo cuando llegara a nuestras costas, que cuando se empezó a dar cuenta de que el retraso en la llegada del buque con las promesas comunistas era ya demasiado y el buque había zozobrado en las aguas de su propia corrupción e impericia, se había comprado muy saleroso un trozo del muro de Berlín en cuanto éste fue demolido el 9 de noviembre de 1989. Nos lo mostraba en la sala de su casa, bien situada en un barrio de clase media alta, a principios de 1990.)
Y así, pasaron los meses y los años y las décadas. Cuba perdió su lustre (y cuánto les costaba admitirlo cuando volvían de visita a la isla en los 90), las atrocidades de la Unión Soviética y de sus marionetas como Ceausescu, Hoxa, Zhivkov, Honecker o Kádár se volvieron imposibles de negar. El santo grial de la revolución para los más desfavorecidos demostró ser falso, un pretexto para tiranías, corruptelas y abusos escalofriantes.
Pero tenía que venir la revolución, pensaban. No era posible que hubieran invertido toda su vida esperando algo que nunca iba a llegar. Pensaban que, sin la revolución y sus clarines y sus fusiles en alto, sus vidas serían un desperdicio político, sacrificadas en el altar del manifiesto del Partido Comunista. Tanto que aún cuando se vieron casi obligados a militar en el PRD (lo más cercano a una idea socialdemócrata efectiva en la historia de México, al menos mientras lo encabezó Cárdenas) soñaban con algo “más allá” del aburrimiento contable que rodea a todo socialdemócrata verdadero, más preocupado por los metros cúbicos de hormigón de X puente tal o los insumos de Y hospital y la limpieza del local de ensayos de los rockerillos del barrio que por la epopeya histórica del rojo amanecer.
Y entonces apareció AMLO. Y en su derroche demagógico los envolvió hasta apartarlos del PRD (después de haber destruido y degradado ese partido de la mano de otros viejos revolucionarios de café con leche) y llevarlos a su propio sueño de mesías, de líder de masas, de hombre digno de todo agradecimiento. Y si servían a su proyecto de grandeza personal, tendrían poder… todo el poder… como si hubieran hecho la revolución.
No, espera, esto ERA la revolución. Con un aspecto bastante distinto del que prometían los folletos publicitarios de unos y de otros, de maoístas, troskos y castristas, pero era una revolución.
Tenía que serlo.
Y allá fueron.
Y López Obrador les dio puestos en el gobierno, sueldos fabulosos, los jugosos contratos que son la prerrogativa del poder y la moneda que compra conciencias, y capacidad de decidir en los más diversos aspectos de la vida de México. Les dio poder… y hasta los que decían que no ambicionaban el poder de pronto descubrieron que es una de las más poderosas drogas y se rindieron a su embrujo, a su salario mensual, a la impunidad de decir cosas que antes nadie oía que decían, como “vamos a matarlos a todos”
Y se les empezaron a caer trozos de la ideología, como a un leproso de historieta de horror se le desprende la piel a jirones. Los ideales, la indignación ante la injusticia, el sueño de igualdad, la invocación a la honestidad sin concesiones, la justicia contra los corruptos de ayer… un edificio que se desmoronaba día a día.
Que no había medicamentos para los niños con cáncer… “Los padres mienten y quieren hacer un golpe de estado contra el gobierno”, decían unos y los demás aplaudían o guardaban un silencio hierático que -esperaban- los salvara de ser cómplices y responsables.
Que los asesinatos seguían sin tregua… “Es la herencia del pasado”, se repetían para conciliar el sueño en las noches mientras sus compatriotas caían ante las balas de la delincuencia.
Que no se combate la delincuencia y por eso hay asesinatos… “Nuestra estrategia es la de acabar con la pobreza y cuando ello ocurra -nunca dijeron cuándo- entonces mágicamente desaparecerá la delincuencia”, recitaban a coro aún sospechando que esta fórmula no era más que una fantasía.
Que López Obrador iba militarizando al país aún más, cuando un pilar de su plataforma fue la desmilitarización y la devolución del ejército a sus cuarteles… “Pero ahora el ejército es del pueblo, ya no obedece a los de la mafia del poder y entonces ya no tiene que regresar a sus cuarteles, sino que merece que le den aeropuertos, la gestión de puertos y aduanas, hoteles, trenes, ¡todo!” aseguraban temblorosos.
Que el ejército había sido responsable de la masacre del movimiento del 68 (donde militaron muchos de la hornada de nuevos burócratas sin criterio propio) y luego había emprendido la guerra sucia y asesinado, desaparecido, torturado y destruido la vida de muchos, revolucionarios o no, hasta ayer por la tarde… “No, el ejército fue víctima de la maldad de quienes le ordenaron todo eso, pero son buenos muchachos, generales amables, coroneles de corazón generoso”… aunque no lo creyeran.
Que los más señalados delincuentes del PRI y el PAN que durante décadas mintieron a la ciudadanía y le arrebataron fortunas indecentes y enormes, ahora se inscribían en el nuevo partido oficial sin solución de continuidad, asumiendo el discurso político de Morena sin cambiar de forma de hacer las cosas para continuar su enriquecimiento con la impunidad que da el poder, sea de quien sea… “No, es que han descubierto que siempre habían sido revolucionarios de izquierda y aliados de las causas populares, pero las circunstancias no los dejaban… ahora son compañeros”… y uno mira a sus “compañeros” y el asco es majestuoso e inescapable… compañeros a los que apenas ayer llamaban “ladrones”, “corruptos”, “traidores al pueblo” y hasta “asesinos” y que hoy comparten techo, mantel y cama con sonrisa satisfecha.
Que algunos viejos izquierdistas como el que teclea estas letras denuncian la podredumbre de Morena, el abandono de principios, la traición a los desprotegidos, la complicidad con lo más nauseabundo del pasado pripanista… “Es el embate de la prensa de derecha, que no para…” “Es que nunca fueron lopezobradoristas” como me dijo alguno… y eso no se perdona. Aquí no hay disidencia respetable, crítica legítima, denuncia atendible. Sumisión o muerte civil son las dos opciones de la revolución que no lo es.
Las convicciones bolcheviques y revolucionarias, la moral guevarista que alguno exaltaba, la anticorrupción, la defensa de la democracia, la reafirmación de la libre expresión y la libre opinión, el respeto a la disidencia, el rechazo al culto a la personalidad ejercido hacia los predecesores de López Obrador, la idea del derecho a la información y la repugnancia hacia la propaganda, la demagogia, la desinformación y la mentira institucionales… todo se fue diluyendo, desvaneciéndose con un “eso era antes, esto es ahora” que pretendía que los ideales seguían allí como el niño que pide que en la mesa se pongan cubiertos y plato para su amigo imaginario.
El resultado es desolador. La izquierda mexicana, mayoritariamente marxista, que el PRI intentó cooptar durante décadas (lográndolo apenas con un puñado de listos, aunque con increíble frecuencia tuvo a sueldo a muchos de los que hoy están a sueldo de Morena), se convirtió a las formas priístas de hacer las cosas en apenas cuatro años (desde que se funda Morena en 2014 hasta que alcanza el poder en 2018) en todo aquello que abominaba. Y todo por convencerse, autoconvencerse y pretender convencer a quienes no tienen precio, de que la revolución había llegado, había triunfado y controlaba al país manufacturando una utopía apresurada y gozosa.
Me dirá usted, después de todo este periplo, que quizás estoy equivocado, que quizás aquellos antiguos militantes de la izquierda con los que yo marché por las calles en defensa de las mejores causas, con los que apoyé a sindicatos y asociaciones de barrio, con los que escribí en los diarios mexicanos tratando de denunciar la barbarie de un gobierno que en la simulación democrática encontraba la forma de hacer tiranía y expolio, con los que cené y comí, viajé y discutí, que esos defensores de los más vulnerables, algunos que incluso tragaron cárcel y palizas de los gobiernos priístas, que ellos no viven en la lisérgica alucinación revolucionaria, que no pueden ser tan tontos, que no es posible que no sepan que detrás de las fachadas del México potemkin que les ha construido el miedo a la vida desperdiciada se encuentran todas las mismas lacras que les encendían no hace tanto. Me dirá usted, explicación fácil, que siempre fueron mentirosos, ambiciosos, traidores en potencia. Y yo le diré que no es creíble. Que su renuncia a lo que fueron es real porque lo fueron y ya no lo son. Y usted me dirá que no es creíble.
Y si usted me dice eso, que toda mi visión está desencaminada, entonces dígame usted cómo carajos se explica este desfile desolador y desalmado de sicofantes que asisten al espectáculo miserable que dio el gobierno de López Obrador y cuyo segundo acto parece capaz de hundirse más en la inmundicia junto con esos viejos rebeldes adocenados.