¿Finalmente, la Europa emocional?
Las amenazas al continente pueden ser el disparador de la ansiada conciencia europea
Un enemigo común fortalece los lazos comunitarios. Este efecto social parece estar poniéndose en acción en los países de la Unión Europea ante los riesgos que presentan tanto sus tradicionales adversarios como el aliado que ya no lo es. Esta crisis podría, pues, consolidar finalmente la Europa emocional capaz de unir a los ciudadanos de los distintos países que forman la federación.
Lo que hoy es la Unión Europea comenzó como un intento por terminar el agotador ciclo de guerras que vivía el continente desde su prehistoria, desde la primera evidencia conocida de violencia de grupo, la masacre de Tallheim en el 5100 antes de la Era Común.
El pretexto para la unión fue la economía, el mero interés comercial: si los países europeos tenían un interés común en la protección de su acero y su carbón, tendrían menos pretextos para invadirse, atacarse y masacrarse. Es decir, fue un proyecto político y económico instituido de arriba hacia abajo, desde el poder. Ello no quita que su éxito ha sido notable, tanto en la suspensión de las hostilidades entre países europeos como en la creación de un espacio común de diálogo, de legislación, de proyectos y de desarrollo social, político, económico y moral (asunto crucial) sólidos y beneficiosos para todos los ciudadanos europeos.
Sin embargo, para una especie profundamente tribal como la nuestra, que aún alienta rivalidades entre ciudades o pueblos, entre regiones, entre equipos deportivos y, por supuesto, entre naciones, la creación de la Europa interior, la Europa emocional, ha sido lenta y difícil. La mayoría de los europeos pertenecientes a la Unión no se sienten europeos más que marginalmente, no se perciben europeos antes que ciudadanos de sus países, provincias o poblaciones.
De hecho, para esos mismos europeos resulta incluso extraño ver cómo ciudadanos de países no pertenecientes a la Unión, pero aspirantes a ello, agitar apasionadamente banderas azules con las 12 estrellas doradas, soñarse europeos, afirmarse europeos. Hay cierta incredulidad ante las imágenes que van llegando, por poner ejemplos, desde el Euromaidan ucraniano (tan sujeto a propaganda, como comentaremos en una entrada futura) hasta las recientes manifestaciones en Georgia.
Adicionalmente, la Unión Europea no ha sido vista con buenos ojos por las potencias hegemónicas del siglo XX, Estados Unidos, Rusia y China. Después de todo, es más fácil tratar con países aislados y enfrentados a sus vecinos, amargados por sucesivas guerras, que con una federación bien vertebrada, con políticas comunes y con una visión estratégica compartida. Esto ha dado como resultado una propaganda que se puede percibir claramente en América Latina, donde Europa se presenta económicamente irrelevante, políticamente dependiente -o directamente servil- a los Estados Unidos, y socialmente decadente.
No importa, en realidad, que la economía de la UE, con 15,2% del PIB mundial, sea prácticamente igual a la de Estados Unidos, que da cuenta del 15,5% del PIB mundial, o que sea muchísimo más progresista en lo social que la mayoría de los países del mundo, especialmente de América Latina.
Ciertamente, Europa ha dependido de los Estados Unidos sobre todo para su defensa. Pero esto no ha sido producto de ninguna visión bondadosa de los Estados Unidos, sino que este país ha visto a Europa, hasta el 20 de enero de 2025, como su zona de contención de las ansias imperialistas primero soviéticas y luego rusas. En Europa (como en América Latina, África y Asia, aunque con menor intensidad) se libró la parte candente de la guerra fría. Y Europa no había visto, hasta ahora, la necesidad de fortalecer su defensa toda vez que contaba con un aliado fuerte que le liberaba recursos para su desarrollo.
Pero los tiempos han cambiado.
Europa se encuentra ahora en la necesidad de fortalecer su capacidad de defensa y está avanzando firmemente en ese terreno. Porque el hecho es que se encuentra bajo asedio en los frentes que nunca quisieron una Unión Europea.
Al oriente están los sueños imperiales de Putin, animados por ideólogos como Aleksandr Dugin y por nacionalistas furibundos, y expresados en los medios de comunicación oficiales del Kremlin (en un país donde ya no existen los medios independientes), donde día a día portavoces como Olga Skabeeva o Vladimir Solovyov llaman a la guerra con Europa, a la destrucción de Europa, a su ocupación y sumisión ante el imperio avasallador de la Madre Rusia.
Para Vladimir Putin, la pertenencia a la UE de cualquier país pone a éste lejos del alcance de sus proyectos de expansión territorial, y es por ello que ha invertido grandes esfuerzos de todo tipo (económicos, políticos, de propaganda en medios tradicionales e informáticos) para evitar que se unan a ella Ucrania, Georgia y Moldavia, además de haber apoyado intensamente la salida del Reino Unido de Europa, el Brexit. Al oriente están también los proyectos comerciales de China, la principal potencia económica con 19% del PIB mundial, que parece mucho menos amenazante hasta que se recuerda que China tiene también el mayor ejército del mundo con 3 millones 200 mil efectivos contra los 3 millones 200 mil efectivos del ejército ucraniano, y los 2 millones 100 mil efectivos de los Estados Unidos. Y esto sin sumarle a China los 2 millones de efectivos del ejército de Corea del Norte.
Y al occidente, donde ayer estaba un aliado, encontramos hoy un proyecto claro de destrucción o anulación de la Unión Europea, promovido y financiado por la Heritage Foundation, el think-tank que generó el Proyecto 2025 que está poniendo en acción Donald Trump en los Estados Unidos. Este grupo ultraconservador realizó el 11 de marzo una conferencia con el Mathias Corvinus Collegium (MCC) (organización del gobierno de Viktor Orban) y el Instituto Ordo Iuris de Cultura Jurídica (ligado al partido polaco de derecha antidemocrática Ley y Justicia) está proponiendo a la administración de Donald Trump ideas para desmantrelar la Comisión Europea y el Tribunal Europeo de Justicia, y cambiar el nombre de la Union Europea al de Comunidad Europea de Naciones, idea cuyo fondo es fortalecer los nacionalismos y debilitar el federalismo de la organización y por ende su capacidad resolutiva.
Como elemento adicional, no se puede olvidar que uno de los éxitos del antieuropeísmo animado tanto desde el Kremlin como desde los sectores más conservadores de Estados Unidos, el ya mencionado Brexit, ha devenido en un desastre económico y social para el Reino Unido que sigue desarrollándose y agudizándose a cinco años de que se hiciera efectivo. El aleccionador relato deja bastante claro que pertenecer a la Unión Europea, pese a sus defectos y pese a la propaganda en su contra, es mucho mejor para los países y para sus ciudadanos que no serlo.
La Unión Europea tiene enormes desafíos por delante. Y uno de ellos, que no debería dejar de lado, es la construcción de esa idea de “ser europeo” que hasta ahora no se ha consolidado entre los casi 450 millones de habitantes de los 27 países de la Unión. Esa autopercepción no excluye a la local, la regional o la nacional, sino que puede enriquecerlas, y sí puede ser la base del frente común que debe forjar la Unión cuanto antes para mantener su viabilidad como uno de los proyectos políticos y sociales más ambiciosos de la historia humana.
En su intento por debilitar, desmontar y hacer irrelevante a la Unión Europea, sus adversarios pueden descubrir que le han dado a la organización la fuerza social de la que ha adolecido en gran medida, dando nacimiento a esa Europa emocional donde los nacionalismos que hoy promueven las no tan nuevas ultraderechas choquen de frente con la convicción coincidente de los europeos de que serlo es bueno, es defensible y es el camino del futuro para las organizaciones multinacionales. En su embate podrían estar fortaleciendo precisamente la idea que más temen, la de personas distintas, de idiomas desiguales, de etnias diversas, de historias propias, de religiones dispares, de culturas variadas, trabajando unidas por un ideal común.
Y la Europa dentro de esos 450 millones de ciudadanos es mucho más difícil de disolver que un pacto firmado entre gobiernos.